Vacío por dentro. Una sensación única, perdida en un mar de recuerdos y sensaciones. Esa lucha que no dejaba de librar con la esperanza de no dejarse caer nunca en la rendición. Sobresaltarse no era la solución, ni siquiera buscarla podía ser una buena opción. El vacío se encaja en tu alma y te devuelve un halo de melancolía imposible de superar.
No eran simples palabras las que se interpusieron entre él y su debate interior. Una niña con largas coletas levantaba su abrigo mientras preguntaba si él era su dueño. Despertó. Sonrió como pudo y continuó con ese café a medio terminar que había dejado de humear.
Al levantar la vista se dio cuenta de su soledad, una soledad premeditada. O quizás no. No lo sabía bien. Era un grito de auxilio ahogado, sin palabras. Buscó con la mirada sin saber bien qué iba a encontrar. Solo miraba. Pero no, no era una mirada perdida aunque en muchas ocasiones esa hubiera sido su actitud habitual.
En ese contacto visual solo encontró al dueño del bar gesticulando por si necesitaba algo más. No, gracias, fue lo que hizo entender levantando tibiamente la mano. No tenía a la venta lo que él demandaba. En realidad nunca lo tuvo.
Ese maldito café estaba a punto de morir y con él un día más de triste espera. Es duro saber que nadie llegaría pero estaba mentalizado. Exitoso ejecutivo siempre había pensado que con su crecimiento profesional todo lo demás llegaría sin pedirlo. Maldito café y maldita profecía.
Cogió su abrigo, se levantó. Era tarde. Aún quedaba mucho camino hasta casa y antes quería pasar por el gimnasio. Estar en forma te hará sentir mejor, eso le decían. Lo cierto es que solo sintió esa mejoría hace dos semanas después del tercer whisky. Una felicidad impostada, ficticia, que se negaba a repetir.
Por suerte mañana sería lunes, retornaría a la rutina del trabajo, esa a la que había dedicado toda su vida. Ahí es donde él brillaba, le respetaban y tomaba decisiones. Se acostaría pronto, estaba decidido. Pagó la consumición y dijo que se quedaran el cambio. Salió por la puerta no sin antes mirar una vez más el cartel con el nombre del bar: “Mi refugio”.
Al doblar la esquina, se quedó paralizado.Tras un año esperando cada domingo a la misma hora en la misma mesa del mismo bar, por fin había llegado el momento. Se miraron, sonrieron, y por fin supo que nunca más estaría solo.
Daniel Díaz
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