lunes, 31 de mayo de 2021

Microrrelato: "Aprendiendo a querer"

Le gustaba escuchar, ideaba cuentos que ella, con una sonrisa en la cara, disfrutaba como una niña pequeña. Se trasladaba a otras vidas, otras historias que eran muy lejanas a su realidad. Y él sabía que esa era la única forma de ayudarla a olvidar así que cada día escribía un cuento distinto, uno más bonito que el anterior.

Los cuentos se convirtieron en su forma de comunicarse, fue su manera de aprender a querer. Cada cuento no era más que un manuscrito escrito de lo que podía ser, de lo que les esperaba. Cada relato lo escribía pensando en ella y para ella. Ahora sus cuentos tenían sentido, ahora escribía para compartir sus ilusiones.

Siempre se veían en un banco que permitía ver un horizonte limpio y hermoso. Las tierras se alargaban más allá de donde alcanzaba la vista. Era habitual que él llegara mucho tiempo antes para empaparse de ese paisaje y verla llegar. No sabía por qué pero quería vivir ese momento, el de los nervios antes del encuentro.

En realidad quería vivir todo con ella. Y un día decidió que ese cuento no sería un cuento más. Sería una declaración de amor. Cuando estuvo cerca, cogió sus manos y le dijo: “Esta historia es especial, escúchala con atención”.

Decía así:

“Erase una vez un chico al que no le faltaba nada pero tampoco tenía nada. Había pensado que la vida era eso, un paso constante de los días entre comodidades y despreocupaciones.

Un día apareció una chica de pelo rizado, mirada de adolescente y sonrisa traviesa. Le pidió que se acercara, que le veía triste y que ella, pese a todo, todavía tenía mucho que dar. Él no entendía nada, de qué le hablaba esa chica, qué vida veía ella que él era incapaz de vislumbrar.

No sabía qué pasaba pero se acercó. Y cogió su mano. Lo primero que sintió fue el calor humano, el cariño que desprendía esa chica por todos sus poros. Rápidamente ella se acercó a su oído para decirle: “No te separes de mí”. Le hizo caso. Empezaron a andar y con cada pasito su seguridad crecía. Cada paso era más firme que el anterior y su mano se apretaba un poco más.

Tras varios minutos o quizás fueran horas, se detuvo. “Ya hemos llegado”, dijo. Él no entendía, ¿a dónde habíamos llegado?

¿No lo ves? Le preguntó. Cerró los ojos, respiró fuerte y tranquilo, y volvió a abrirlos. Ahora sí lo veía, habían llegado al lugar que habían soñado, al que parecía tan difícil de alcanzar. Habían llegado a un lugar llamado confianza. Ya nada podría salir mal.”

Cuando acabó el cuento, no le dijo nada. Se levantó y se fue. Por primera vez no le había sonreído mientras lo contaba ni le había dado un abrazo al finalizar el cuento. Sin embargo, nunca se habían sentido más cerca el uno del otro. Se había removido algo dentro y ya nada sería lo mismo.

Ahora el cuento lo escribirían juntos cada día. Ahora tocaba ser felices.

Daniel Díaz

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